viernes, 8 de enero de 2010

lectura-5

Entender la realidad mexicana por la novela

Por Daniel Peláez Carmona


Mientras el compás de espera para conocer al ganador de la contienda por la Presidencia de la República, se hace muy largo y nos desesperamos porque un día y otro se suceden los llamados al respeto a la legalidad y a las instituciones, pero los mismos que hacen los llamados a su vez, violan las leyes y las instituciones, porque todos debiéramos esperar el veredicto final del Tribunal Electoral de la Federación, sin que se ejerza presión ni mediática, ni política, sino que se lo deje actuar.
Un buen antídoto para contrarestar el hartazgo que genera un proceso electoral es la lectura de cualquier obra de literatura universal y mexicana y una recomendación personal es el de la novela histórica, porque en ella podemos abrevar el conocimiento más profundo de la realidad nacional y la explicación de muchos de los fenómenos que ocurren en el tiempo contemporáneo, pero que tienen sus orígenes en la historia.
Un ejemplo de este tipo de novela es la de El Agua Envenenada de Fernando Benítez, que me gustaría reseñar en este espacio.
Este gran escritor mexicano, nació en la Ciudad de México. Periodista, narrador y catedrático se inició en el periodismo en 1934 como colaborador de 'Revista de Revistas'. Fue profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, desde donde impulsó varias generaciones de escritores. Fernando Benítez dirigió los diarios 'El Nacional', 'Daily News' y 'Diario de la tarde' y los suplementos culturales 'Revista Mexicana de Cultura', México en la cultura', 'La Cultura en México', 'Sábado', 'Jornada Semanal' y 'Libros de La Jornada'. Además de periodista, espléndido reportero y ensayista polémico fue un gran escritor y extraordinario amigo y maestro. Entre sus libros destacan además Los indios de México y El Rey Viejo.
En la lectura de El Agua Envenenada no puede uno dejar de evocar la realidad que vive el pueblo mexicano y de sentir la rabia y la impotencia que en su momento llegan a sentir los pobladores de Tajimaroa, al mirar como se sucedían uno tras otro los desmanes, los atropellos, las injusticias cometidas por el cacique del pueblo que era el dueño -o cuando menos así se sentía- hasta de la respiración de cada uno de los pobladores.
La vida de Tajimaroa es la vida de muchos pueblos de México, es la vida de todo México: de verse brutalmente atropellado por hombres que se dijeron representar los intereses del pueblo mexicano y que a la sombra de la Revolución se enriquecieron; a nombre de la Revolución se hicieron del poder político; a nombre de la Revolución asesinaron; al amparo de la Revolución violaron mujeres; y cobijados en los postulados de esa revolución se convirtieron en los nuevos dictadores del pueblo. Si ellos se levantaron en armas contra Porfirio Díaz, poco tardaron en convertirse en los nuevos dictadorzuelos de sus pueblo..
Ulises Roca -el cacique de Tajimaroa en la novela-, era de esos hombres privilegiados que al fin de la lucha armada, obtuvieron una buena bonificación por los servicios prestados a la causa revolucionaria y como bien dice el dicho que "nadie es profeta en su tierra", él, originario de Veracruz, se instaló -para desgracia de los michoacanos- en Tajimaroa y ahí sentó sus reales.
Establecido como un próspero agricultor que se dedicó a sembrar y comerciar flores, con la connivencia de autoridades federales y la complacencia de las estatales, se enriqueció a costa de las propiedades de los pobladores, a quienes después de ofrecerles una bagatela por sus tierras y si no aceptaban, por la fuerza se las arrebataba; una corte de pistoleros se encargaban del trabajo sucio; imponía autoridades municipales a su antojo y a las rebeldes las "presionaba" para que se alinearan con el jefe; las mujeres eran víctimas constantes de los deseos del cacique y sus pistoleros; el erario público pasaba directamente a engordar los bolsillos de Don Ulises, mientras las calles del pueblo eran lodazales y faltaban los servicios más indispensables.
Pero como no hay cacique que dure cien años, ni pueblo que los aguante, a Don Ulises se le llegó su día. La mayoría del pueblo -así lo describe Benítez por boca del sacerdote del pueblo, quien es el narrador de los acontecimientos- estaba inconforme, pero tenía miedo. Esas condiciones hicieron mella profunda en los estudiantes y principalmente en Manuel, quien se convirtió en el líder del movimiento, primero secreto y después masivo. El levantamiento popular terminó con la muerte violenta del cacique y la masacre inmisericorde de campesinos por parte del ejército como "escarmiento" a su osadía.
Dice Benítez, en palabras puestas en boca del cura al procurador: "Los culpables, los únicos culpables de lo ocurrido en Tajimaroa son ustedes mismos, los que inventan cohechos y trampas para mantener la sujeción y burlar el voto de la gente sencilla, los que defraudan su anhelo de verse gobernado por los mejores y no por los peores según es la regla en México"
Y al referirse al pueblo "Casi todos son hombres analfabetos, hombres condenados a la miseria desde el nacimiento hasta la muerte, sin oportunidades, sin libros, sin elevados ejemplos, cuyo destino es sufrir la enfermedad, el hambre, los pequeños robos oficiales, las pequeñas trampas, las pequeñas infamias, las pequeñas deshonras. Solo son útiles a la hora de votar en sus elecciones prefabricadas, a la hora de pagar los impuestos, a la hora de arrancarles sus últimos centavos...este pueblo de Tajimaroa, que una vez en treinta años pidió justicia y como no se la dieron plenamente, él se la tomó por su mano destruyendo el cacicazgo para siempre."
Aún cuando es un hecho que los herederos de la Revolución han dejado ya el poder de la Presidencia de la República y que la democracia ha hecho su arribo a nuestro país, la lacerante realidad que padecen millones de mexicanos y que describe con maestría Fernando Benítez, todavía sigue esperando justicia.

Publicado el miércoles 26 de julio de 2006

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